«Puede que no sea más que un burro», pensaba para sí mismo, «pero estoy seguro de que hay algo muy diferente en estos dos que hace que no sean seres humanos corrientes».
Al llegar a Belén, como no encontraron sitio en ninguna posada tuvieron que refugiarse en un viejo establo maloliente. Pero incluso allí no fueron bien recibidos. Los animales que ya vivían en el lugar se mostraron sumamente antipáticos con el jumento, burlándose de su aspecto.
El niño nació alrededor de la medianoche, y muy poco después llegó una multitud de pastores de los campos vecinos, que comenzaron a hacer reverencias al recién nacido, tratándole como si fuera un rey. Los demás animales se enfadaron mucho, diciendo que aquella familia no era más que un grupo de mendigos, que no tenían otra cosa mejor que ese estúpido jumento.
El borrico, molesto por sus comentarios, decidió sumar su voz a la de aquellos pastores, rebuznando lo mejor que supo: «¡Hosanna! ¡Bienvenido, Señor! Yo sé que tú eres esas cosas y mucho más».
«No seas estúpido», le cortó un perro, «¿cómo es posible que un bebé como ése sea el Cristo? ¡Ni siquiera tiene una ropa decorosa!»
«Porque es verdad», replicó el borrico. «Estoy seguro. Lo siento en mis huesos. Sé que este niño es nuestro salvador. Sencillamente lo sé. ¡Lo sé! ¡Lo sé!».
Pasó el tiempo, pero el jumento siempre recordaba aquella noche. Treinta años después, alguien vino al establo donde vivía por entonces, le desató, y se lo llevó. Después de un rato, llegaron a la entrada de Jerusalén, que estaba concurrida por una gran muchedumbre. Una vez allí, Jesús subió encima de él, mientras la multitud lo aclamaba dando vítores y agitando ramos de palmera:
«¡Hosanna! ¡Dios bendiga al rey que viene en nombre del Señor!»
Varios animales testigos de esta escena miraban con envidia al estúpido borriquillo que parecía haberse convertido en el centro de atención:
«¿Por qué nuestro salvador y rey ha escogido montar un jumento?», se preguntaron un caballo a otro. «¿No somos nosotros mucho más inteligentes, más respetables y honorables que ese ridículo animal?»
El burro seguía avanzando, feliz de llevar a su precioso viajero. A cada paso asentía con la cabeza, como mostrando su acuerdo con todo lo que gritaban. Y continuamente se repetía para sus adentros:
«¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Lo sabía!»