Abrumado por mis sufrimientos, mis pecados y mis problemas, cierto día decidí salir al campo para descansar y sobre todo, rezar. Cerca de mi casa hay un erial. Me acerqué a él y me senté sobre una piedra que había en un montículo. Cerré los ojos, y sufrí en silencio por todo lo que pesaba sobre mí. Sentía mi vida pesada, con cargas insoportables, y no entendía por qué sucedían tantas cosas. Grité a Dios por qué permitía todo aquello que me hacía sufrir.
Cuando abrí los ojos, vi una pequeña hormiga entre las diminutas matas que poblaban el terreno poco amable. No había otras alrededor. Pero lo que me llamó la atención era que sobre su cuerpo llevaba un palito unas cinco veces más grande que ella misma. La seguí con la mirada durante casi un metro. Avanzaba sin vacilar cargando el palo, llegando a una gran piedra con una grieta en el medio.
Al llegar a la grieta, probó a cruzar de diversas maneras, rodeándola y estirándose, pero todo su esfuerzo fue vano. Su carga era demasiado pesada para la hormiguita como para realizar cualquier acción repentina.
Entonces hizo algo insólito: hábilmente apoyó los extremos del palito sobre los bordes de la grieta, construyendo un pasaje que le permitía salvar el gran agujero. Subió a su improvisado puente, atravesó el abismo, y al llegar tomó de nuevo su carga y continuó su esforzado viaje.
Esta pequeña hormiga había sabido convertir su carga en puente, y así pudo continuar su viaje. Si no hubiera tenido sobre sí esa carga, no habría podido avanzar y habría caído por el abismo...