Se cuenta de un sembrador que cada mañana acostumbraba buscar agua de un río. Con él llevaba dos baldes. Uno nuevo, sin defectos. El otro, viejo y lleno de huecos. El balde nuevo permitía que el sembrador llevara a su casa toda la cantidad de agua que recogía. El viejo, en cambio, derramaba la mitad del contenido a lo largo del camino. Por supuesto, el nuevo sentía que era útil. El viejo se sentía fracasado.
Un día, la autoestima del balde horadado alcanzó su punto más bajo. —Mi vida es un fracaso —dijo al sembrador—. Le pido disculpas por no hacer bien mi trabajo. — ¿Por qué me pides disculpas? —preguntó asombrado el sembrador. — ¿No se ha dado usted cuenta? Cuando regresamos del río derramo la mitad del agua en el trayecto a casa. En ese momento, el sembrador, sonriendo gentilmente, llevó al atribulado balde al río. De regreso, mientras recorrían la ruta acostumbrada, el hombre le pidió que observara con atención las hermosas flores del camino. — ¿Te das cuenta de que solo hay flores de este lado del camino? —preguntó el sembrador. —Pues, sí. ¿Pero qué hay de especial en ello? —Lo especial es que han crecido gracias al agua que tú derramas cada mañana. Todo este tiempo yo he sabido de tus huecos. Por eso sembré semillas de distintas flores solamente de este lado del camino.
Al compararte con tus amigos, ¿desearías poseer algunas de sus virtudes? ¿A veces sientes que los envidias? Escucha bien: Dios no se equivocó al crearte. Él es muy sabio como para malgastar su tiempo creando algo inservible. Aun tus aparentes «defectos», en manos de Dios, pueden lograr maravillas. Por lo tanto, colócate en sus manos y pídele que haga de ti un instrumento útil, listo para lo que venga, capaz de cumplir cabalmente su misión en esta vida. A fin de cuentas, ¿no dice Dios que su poder se perfecciona en la debilidad?
Señor, usa hoy mis virtudes y también mis defectos, de un modo que glorifiquen tu nombre.