Érase una vez una rana que vivía en una ciénaga. Quería ver el mundo, Por eso dejó la ciénaga y, llena de esperanza, emprendió viaje por el polvoriento camino. Pronto se encontró con un gran lago azul. «¿Cómo cruzaré el agua?», se preguntó.
En ese mismo momento escuchó el graznido de dos gansos que pasaban por allí.
—¡Eh, gansos! —gritó la rana—. Bajen, quiero hablar con ustedes.
—¿Qué quieres, rana?
—Tengo que cruzar el agua. ¿Pueden ayudarme?
—Depende —dijo uno de los gansos—. ¿Qué tenemos que hacer?
La rana señaló un palo largo y delgado.
—Lleven este palo al otro lado del lago. Yo me agarraré a él e iré con ustedes.
Así que cada uno de los pájaros tomó un extremo del palo con el pico. La rana se instaló entre ambos y lo mordió en el centro con su enorme boca verde.
Cuando los pájaros y su pasajero viajaban hacia el otro lado del lago, dos personas que estaban en un bote los vieron pasar.
—¡Anda, mira eso! —dijo la dama a su esposo—. Esos dos gansos llevan una rana al otro lado del lago. Qué astutos.
La rana, al escuchar el comentario de la dama, se hinchó de orgullo y dijo: —Fue idea mía.
Pero tan pronto como abrió la boca, resbaló del palo y cayó al agua. Fin del viaje.
Porque el que a si mismo se engrandece, será humillado; y el qué se humilla, será engrandecido. Mateo 23:12.
Por supuesto, esta historia es ficticia, pero la lección que nos enseña es cierta. Como dice la Biblia: «Tras el orgullo viene el fracaso; tras la altanería, la caída». Los engreídos nunca progresan. Y si no, pregúntale a la rana.